¿Qué nos pasa?

Hace unos días, tomando café con mi mujer y una amiga muy querida, comentábamos nuestra percepción de estar viviendo unos tiempos difíciles, confusos y quizás hasta temerosos. En el ambiente, en las tiendas, por la calle, se aprecia una cierta crispación que, quizás, previene a un cambio de época. Y es que actualmente, el mundo, parece estar totalmente desordenado. Es como si nada estuviera en su sitio o, al menos, en el sitio en el que nos parece que ha estado siempre hasta hace poco más de una década. Tal vez sea porque la ética o la moral o ambas a la vez, han desaparecido o esfumado en el comportamiento general de la sociedad mundial. Y, sobre todo, en las conductas y actuaciones de los políticos, en general, y de algunos gobiernos ¿Qué nos pasa?en particular que han dejado de ser referentes de la población de los Estados. Y estos hechos nos afectan, ineludiblemente, a los ciudadanos.

El mundo se está llenando de ruido y de confusión y este advenimiento propicia nuestro malestar, aumenta nuestra ansiedad, nos provoca cierto temor y nos hace vivir con miedo. Un miedo y desconfianza que comenzamos a tener casi todos y que se manifiesta, entre otras formas, en el imperioso deseo de querer que nos solucionen las cosas y además que nos las solucionen de inmediato, sin darnos cuenta de que las vicisitudes las pelea uno mismo o, evidentemente, no las pelea nadie por nosotros. Es por ello, por lo que considero, que sería necesario que tomásemos conciencia de todos los hechos que nos afectan diariamente como ciudadanos y, en consecuencia, cuando corresponda, participemos y elijamos individualmente el rumbo que deseamos, sin que nos lo marque nadie, en lugar de esperar a ver qué pasa.

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Hace ya muchos años que Thomas Hobbes, el filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna, sentó las bases de la teoría contractualista, y descubrió que no hay ningún sistema más perfecto para controlar a una sociedad que la coyuntura de que ésta tenga un poco de miedo. Y dicha situación, la tenemos ya casi asumida. De hecho, nunca como ahora las sociedades democráticas occidentales habían estado gobernadas por políticos tan atrabiliarios y populistas como el presidente de EE.UU. Donald Trump, por racistas como el primer ministro húngaro Viktor Orbán o por extremistas y xenófobos como el ministro del Interior italiano Matteo Salvini, por citar algunos ejemplos. Pero, aunque no nos gusten, ahí están, metiendo ruido, haciendo todo el estropicio posible y creciendo en votos. Lo que inquieta y hasta atemoriza a la ciudadanía, no sin cierta razón.

Y es que me resulta insistente la percepción de que nos hemos habituado, como si fuera una realidad virtual, a que un prepotente, narcisista y arrogante manipulador como Donald Trump sea el presidente del país más poderoso de occidente y del planeta. O que en varios estados de la UE, los grandes corrimientos de ideas vayan propiciando que los ciudadanos otorguen su confianza a partidos de extrema derecha. Unos partidos políticos que están tocando ya el poder, y que tienen como objetivo la destrucción de ese proyecto único en la historia que ha logrado el que los europeos hayamos superado un pasado marcado por el conflicto y las guerras.

La democracia actual sufre una hiriente huida de élites intelectuales, bien preparadas, que se refugian en la empresa privada al no encontrar suficientes incentivos y/o acomodo en la política institucional o el sector público del Estado. Y, la peor consecuencia de este acontecimiento es que, si no cambia la tendencia, todos seremos gobernados, esporádica o continuamente, por políticos mediocres, oportunistas y vividores.

Algo raro está pasando y es que casi nada y casi nadie están en su sitio. Es como tener la impresión de que la sociedad está en un régimen de inestabilidad permanente. Lo comprobamos aquí, en nuestro país, leyendo la prensa, viendo los telediarios de las cadenas de televisión o escuchando los informativos de las emisoras de radio. La situación política es muy penosa. Y digo esto porque cuando salen las encuestas del CIS, vemos que las preocupaciones de los ciudadanos no son las mismas que valoran los políticos. La gente lo que deseamos y queremos son cosas muy concretas: tener trabajo, una buena sanidad y educación, posibilidad de acceso a la vivienda, erradicar la corrupción, unas pensiones dignas. Es decir, medidas sociales. Y, sin embargo, vemos que en el parlamento «sus señorías», no se ocupan de esas cosas, sino que se dedican a tirarse másteres a la cabeza o a polemizar si se debe o no sacar al dictador Franco de donde está.

Y lo más curioso y extraño de esta situación es que nos estamos acostumbrando a ella. Todo parece estar como prendido con hilos que en cualquier momento se pueden romper. Y gobernar así debe ser complicadísimo. Me niego a creer que, de seguir de tal manera, en un futuro quizá no muy lejano, tengamos que resignarnos a continuar escribiendo con lágrimas las páginas de nuestra Historia. ¿Qué nos pasa entonces? Quizá la ceguera para ver lo que nos pasa nos impide averiguar lo que pasa. Acabamos el café, nos despedimos y nos fuimos para casa.

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)

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