Pasó el verano. Es tiempo de otoño.

Ya estoy de vuelta en casa, sacudiéndome todavía la relativa somnolienta felicidad que he dejado atrás este pasado estío. Pasó el verano. Y con él algunos sueños, unos lejanos, otros eternos. Un verano puede ser un momento de nadas o un instante de todos. Quizá, porque más que en otras, en esta estación del año, cada segundo que pasa nos suministra o nos despoja de un fragmento de vida. Unos retazos que son el resumen de aquello que vamos depositando sobre nuestro transcurso vital. Ese espacio de tiempo que comenzamos con un grito y se nos irá con un silencio eterno.

De los dos meses del estío, julio, lo he pasado avanzando por el tiempo junto a esa línea continua que produce el estar de vacaciones. Y en el contador de mis kilómetros me he visto sorprendido por varias noticias. Alguna notable, como la protagonizada por los niños de la cueva de Tailandia, convirtiéndose en monjes budistas. Otra alarmante, como ha sido la referida a los abnegados turistas que no sabían qué hacer ni cómo reclamar, ante la huelga de Ryanair. Y una divulgativamente interesante, como la declaración sobre ese misterioso descubrimiento de un lago de agua salada bajo una capa de hielo en Marte. Pero, sobre todas, me ha impactado y conmovido, la del reportaje de ese casi medio millar de inmigrantes africanos rescatados en las aguas del mar de Alborán y del Estrecho por los abnegados miembros de ONG’s y Salvamento Marítimo.

Acto seguido llegó agosto que fue un mes de sol cruel, calor húmedo y playas visitadas por medusas y alguna que otra mantarraya. Una de esas fascinantes y sorprendentes criaturas que habita en nuestro mar Mediterráneo y de las que ignoramos casi todo. Y con su final, alargado hasta bastante más allá de mediados de septiembre, se fue el verano, con sus derechos y deberes, firmando el finiquito después de una travesía que duró 93 días y 15 horas. Asistí a su entierro y le quedé agradecido, pues la llegada de algunas tormentas, que aplacaron el tórrido calor sufrido, me permitió poder respirar con calma y dormir las noches apaciblemente y tranquilo.

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Dejo también constancia de que he vivido, educacionalmente, un verano tan anómalo y vulgar que, el tiempo del estío, considero, se nos ha vuelto patológico. Pues, demasiadas veces, he presenciando el incívico comportamiento de algunos de mis congéneres por las carreteras y autopistas en las que circulando yo al límite de la marcha permitida, me han adelantado a gran velocidad con absoluto desprecio, tanto para las normas establecidas como para sus propias vidas e indudables consecuencias. En otras ocasiones el incivismo de la gente ha estado presente en las calles, ensuciándolas y saltándose las más mínimas pautas de su correcto uso, en la playa bañando a los perros estando prohibido. E incluso en algunos de los frecuentados  restaurantes en los que la falta de educación ha sido tan notoria que, entre el altísimo tono de las conversaciones de la gente en el local, los gritos, las desaforadas risas y los cánticos de alcohólica alegría de algunos de los comensales de al lado y del resto de las mesas ocupadas, no nos ha sido posible mantener una mínima conversación y tuvimos que comernos la ensalada y la suculenta paella, o la carne, o el pescado escogido, en un trapense silencio. Es por ello muy fuerte la sensación que he percibido de que, teniendo todo, o casi todo, regulado por las leyes, de nada sirve, y, en la vida veraniega, las cosas pasan sin que parezcan que pasan.

Posiblemente, estas circunstancias que describo, me llevan e inclinan a pensar que este país, en su conjunto, está asilvestrado. Es muy probable que la razón resida en que la ilustración nos pasó tan de puntillas que, en realidad, solamente nos rozó y eso entre los jóvenes y no tan jóvenes, se nota y mucho. Tal vez, dentro de unos años, cuando socialmente comencemos a entrar en dimensiones cuánticas, sea posible que vuelva la civilización a nuestra historia. Y la vida que, en ocasiones, tan feliz nos hace, se nos trastoque algo más sensible y cuerda, entre a borbotones en nuestra efímera existencia y a los de mi edad se nos permita disfrutar de los placeres de la madurez sin repulsas ni estridencias.

Asimismo, doy testimonio de que, en el transcurso de esta estación del año, en determinadas fechas y circunstancias, he tenido la sensación de robarle a la vida un día, al día un momento y al momento un instante. Y, entonces, me he refugiado en la nostalgia. Lo he hecho de manera un tanto inconsciente e ingenua. Y me he visto, como si estuviera reflejado en un espejo, actuando en otra fase de mi vida, en la de mis curiosos y furiosos juveniles años, lleno de un idealismo desatado. Y el recuerdo me ha traído de la memoria al presente, las vivencias con mis amigos de entonces en aquellos largos e inacabables meses de verano, con los que reía, lloraba, gritaba, callaba, compartía y me explayaba sin tener apenas noción del tiempo.

Y así, entre lapso y lapso, ha ido transcurriendo el estío con algún que otro despiste. Como me ocurrió un viernes, en el que la vida se encargó de volverme a la dura realidad, al aterrizar mi cuerpo violentamente en el asfalto junto a la moto.

Pasó el verano y, sin embargo, parece no pasar nunca del todo. Es algo evidente con solo ver y escuchar… Y es que el verano es como un país extranjero en el que se hacen las cosas de forma diferente al nuestro.

Han curado las heridas. Ha llegado otro tiempo y decido comenzar a perderme en un mundo nuevo. Sigue haciendo calor en este adentrado septiembre. Pero no me quejo: mi corazón late. ¿Puedo pedir más? Sí. «Ser en la vida romero, romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos», como nos decía el genial poeta zamorano, León Felipe.

Es tiempo de otoño.

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)

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