¡No existe ingobernabilidad, nunca!

Parece muy poco democrático un sistema en el que la decisión de los votantes sea del todo irrelevante. Los defectos del sistema político español, improvisado con buena voluntad y en circunstancias dificilísimas en el año 1978, fue causa de quejas y debates durante toda la Transición. Sin embargo, nunca hubo consenso ni se admitió la urgencia y la necesidad de seguir desarrollando el legado de la Constitución provisional del 78.

Los acontecimientos de los últimos cuatro años han demostrado que el sistema actual no solo ya no funciona, sino que ni siquiera recibe el aval de los votantes españoles, que hasta hace muy poco creían que era la única forma posible de gestionar un país. Las cúpulas políticas, incluso las de los partidos de nueva creación, han intentado durante estos cuatro años mantener la ficción de que las aguas volverán a su cauce.

Pero los resultados de las tres últimas elecciones –tres empates perfectos de bloqueo consecutivos– indican lo contrario. Los votantes han decidido expresar su hartazgo y ganas de desarrollo utilizando el único instrumento de protesta legal que tienen, que son esas papeletas con listas predefinidas e invariables que se les ofrecen cada vez que fracasa una legislatura. Y ese deseo, expresado en tres ocasiones ya, es que ningún partido pueda gobernar con las condiciones antiguas.

A día de hoy los resultados de las últimas Elecciones Generales del 28A legitiman teóricamente de igual manera un gobierno de: PSOE-PP (189 escaños), PSOE-Ciudadanos (180), PP-Ciudadanos-Podemos-Vox (189), PP-Ciudadanos-Podemos-ERC (180) o PSOE-Podemos-ERC (180) y algunas aventuras más. Nada de ello representa la voluntad de los españoles ni de la mayor parte de ellos. Evidentemente no parece muy serio, razonable ni democrático, un sistema en el que dependa de las ganas de unos políticos profesionales el formar gobierno. Poco sentido tiene pretender que el mismo pueblo con el mismo voto puede haber querido un gobierno PSOE-PP o PP-Ciudadanos-Podemos-Vox o PSOE-Podemos-ERC-PNV y que las tres posibilidades se pudieran legitimar y justificar con los mismos resultados electorales, aludiendo que es la voluntad de los españoles que mana de la fiesta de la democracia. La democracia no es ni una fiesta ni un cachondeo, los políticos profesionales la han convertido en eso dada su incapacidad de desarrollar un sistema político copiado en su día de experiencias extranjeras de los siglos XVIII, XIX y parte del XX.

A día de hoy, es completamente injustificable un sistema electoral que no refleje la voluntad de los votantes. Por ello en lugar de seguir repitiendo elecciones con la esperanza de que algún día aparezca un buen señor –como reza el Mio Cid–, lo razonable sería replantearse el sistema político y el modelo territorial en su conjunto. Lo imprescindible para hacerlo es que no haya gobierno de caprichos y chulerías, es decir que no haya mayorías fáciles e impositoras.

La Constitución del 78 prevé en su artículo 168 su propia reforma. A la luz de las lagunas y contradicciones que, por circunstancias comprensibles, tuvieron que dejar los padres de la Carta Magna, su reforma no es solo una posibilidad, sino que, en su momento, se contempló como una urgente necesidad futura: a nadie podía acontentar la solución provisional, pero servía para salir del paso. No desarrollar la Constitución fue el mayor error de la primera fase de la Transición, en la que seguimos hoy por hoy. Desde 1986, hubiera sido posible hacerlo, estando consolidadas las instituciones, incluso las CCAA, domesticado el Ejercito y entrando en la UE. Desde el año de gloria y grandeza del 1992 es irresponsable no haberlo hecho.

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Con muy buen criterio, los padres de la Constitución impusieron unas condiciones difíciles para su reforma, pues seguramente intuyeron que sus sucesores –los hijos y los nietos de la Constitución–, serían menos hábiles a la hora de buscar consensos y gestionar el país. Era bastante previsible que en las posteriores generaciones de bonanza y bienestar se criarían políticos profesionales muy distintos a quienes acababan de inciar la reconciliación entre los españoles.

Para la reforma seria de la Constitución, el artículo 168, apartado 1, exige una mayoría de dos tercios, lo que equivale a 234 diputados. Es decir, que hace falta un consenso muy mayoritario de la sociedad. Si los dos partidos protagonistas de la política española hubieran querido ir desarrollando, paso a paso y tema por tema, los defectos y desarrollar el potencial de la Constitución, el consenso hubiera sido muy fácil en las últimas tres décadas de bonanza.

No lo hicieron, porque probablemente pensaron que el modelo provisional bipartidista podría ser eterno o por lo menos se mantendría hasta el fin de su mandato personal. En vez de revisar los pequeños problemas uno a uno, en lugar de mantener lo recibido y hacer ligeras reformas, se fingió un enfrentamiento total para poder justificar la inacción. Al mismo juego entraron los tres nuevos partidos que aparecieron en los últimos años, que nunca se consideraron meros partidos instrumentales para la reforma y el desarrollo de la Constitución: desde el principio quisieron tocar poder, asaltar los cielos y arrebatar hegemonías, pero dentro del sistema vigente y sin anteponer el compromiso de reformar y desarrollar la Constitución a cualquier otro anhelo político.

Lo positivo del momento actual es que ya nadie duda de la necesidad imperiosa de una reforma constitucional, un hecho que hasta hace cinco o seis años algunos ponían en duda con argumentos del tipo “eso no da de comer”, “eso no preocupa a la gente” o “eso es un problema académico, lo importante son las pensiones, el paro y la economía”. No pongo en duda que existan problemas en esas materias así como en la sanidad, en la educación, en el medio ambiente y que sea urgente plantearlos, debatirlos e iniciar su solución. No obstante, son todos asuntos que se derivan de los dos grandes problemas principales de España: el sistema político y el modelo territorial.

Si un cubo tiene una grieta y pierde agua, hay dos soluciones posibles: arreglar la grieta con un parche o resolver el problema provisionalmente, echando al cubo más agua de la que pierde. Sin embargo, llegará un momento en que la grieta se hará tan grande que poner más parches o más agua no será suficiente. No habrá más remedio que cambiar el cubo. A este punto hemos llegado. Durante décadas, nadie se ha preocupado del mantenimiento de la casa constitucional española: no hubo limpieza, ni mano de pintura, ni reforma del baño, ni modernización de la cocina. Ni siquiera se cambiaron las bombillas. Como consecuencia del abandono, se impone una reforma total.

Por suerte, la crispación que agitaron los políticos profesionales no ha calado en la sociedad hasta el punto de ser irrevocable. Si los cinco machos alfa de la política española quisieran reconducir la situación, sería posible. Tres de ellos ya se presentarían este otoño por cuarta vez.

Propuesta de reforma electoral

Lo más urgente, sin duda, es una profunda reforma electoral. El Congreso debería ser elegido en circunscripciones de menor tamaño (que facilitarían el vínculo y compromiso entre el sujeto electo y el elector), aunque evitando circunscripciones unipersonales puesto que estas son excluyentes y llevan a un bipartidismo fáctico. La cifra ideal sería de cinco a ocho escaños por circunscripción, con la aplicación el método Sainte-Laguë en vez del de D’Hondt. Por otro lado, a nivel nacional debería haber un método compensación de escaños para corregir la desproporcionalidad que resulta de las circunscripciones pequeñas, pero sin llegar a la circunscripción única que desvincula a los políticos de los votantes. Además, correspondería crear circunscripciones exteriores para que los residentes en el extranjero también puedan ser elegidos representates y ejercer como ciudadanos de pleno derecho.

Al mismo tiempo se impone la reforma del Senado, para darle la función que en su día previó la Constitución provisional de 1978 y que hasta ahora se le ha negado. El Senado podría ser una cámara con las mismas competencias que el Congreso, al estilo  estadounidense o suizo (ejemplos de estado federal estricto), o bien se le podrían atribuir competencias exclusivas distintas a las del Congreso, al estilo alemán. Lo que no puede ser de ninguna manera es que el Senado continúe siendo un premio de consolación y un cementerio de elefantes, pues eso ha generado en gran parte de la población la sensación de que es prescindible o incluso un estorbo innecesario.

Por último, es imprescindible reformar el método de elección del gobierno, pues es necesario evitar que un resultado electoral pueda justificar un ejecutivo en coalición de la derecha, la ultraderecha y centro con algún regionalista y, a la vez, ese mismo resultado justifique un gobierno formado por la izquierda, la ultraizquierda y los separatistas. Los gobiernos no deberían de ser cambios de cromos, rifas, ni caprichos personales. Para ello, la solución más lógica y democrática sería que los votantes elijan de manera libre y directa a las personas que quieren que compongan el gobierno. Cada partido podría presentar un número de candidatos equivalente al número de ministerios que defina la nueva Constitución (11, 13 o 15 sería razonable) y los votantes tendrían que elegir a los que creyeran más adecuados. Quienes obtuviesen una mayoría absoluta de los votos serían ministros. En el caso de que no se cubrieran todos los puestos en el gobierno, habría una segunda vuelta con mayoría simple. De esta manera se compondría un gobierno democrático, representativo y sostenible, cuyos miembros deberían ponerse de acuerdo para elegir a un presidente que ejerciera como primus inter pares (primero entre iguales) y se pondrían de acuerdo para adjudicar los diferentes ministerios a los ministros electos por el pueblo.

Como alternativa, se podría plantear un sistema en el que el parlamento (Congreso y Senado) tuviera un plazo de un mes para formar un gobierno. Si los políticos profesionales no lograsen acordar un ejecutivo, transcurrido un mes desde las elecciones generales el Rey nombraría a un ministro a propuesta de cada grupo parlamentario, dos ministros para los grupos que hubieran obtenido más de 50 escaños y tres ministros para los grupos que hubieran obtenido más de 100 escaños (en ambas cámaras). Estos ministros se organizarían para elegir a un presidente como primus inter pares y adjudicarían a los ministros los diferentes ministerios.

Las legislaturas deberían de durar imperativamente cuatro años, sin posibilidad de disolver las cámaras por parte de nadie. Si los políticos fueran incapaces de gobernar, se tendrían que ir ellos y no imponer a los votantes nuevos comicios. Si no se pudiera cumplir esta solución ideal, sería como mínimo necesario, que en caso de disolverse las cámaras, ninguno de los senadores y diputados tuviera derecho a volver a presentarse en las siguientes elecciones.

Instrumentos de control democrático

Además de la reforma electoral, es de vital importancia implementar instrumentos de control democrático permanente –como la iniciativa popular– y de participación ciudadana vinculante –como el referéndum–. El objetivo de la iniciativa popular es que los ciudadanos puedan recoger un número determinado de firmas para proponer leyes o reformas al gobierno. El referéndum, en cambio, posibilita que los ciudadanos puedan cuestionar las leyes y reformas propuestas por el gobierno. Tanto las iniciativas como los referendos deberían ser sometidos a votación popular. Ambos instrumentos garantizarían un control directo si fuera necesario. El caso es que la mayoría de las veces este control no sería necesario, pues el mero hecho de que exista la posibilidad de controlar haría que los legisladores de ambas cámaras cumpliesen con mayor diligencia su función de proponer, debatir, acordar y explicar sus decisiones.

Hace unos años todo esto sonaba a ciencia ficción, y aún hoy puede haber quien crea que no es importante y que se puede posponer el debate hasta después de la próxima legislatura fallida. Sin embargo, los problemas derivados de un sistema político y un modelo territorial deficientes –el paro, las pensiones, la sanidad o la educación– evidencian la necesidad de un sistema democrático, representativo, sostenible y controlado. Podemos seguir dos o tres legislaturas fallidas más, poniendo lazos unos y quitando pancartas otros. Pero algún día el país necesitará de nuevo un gobierno y sería conveniente que fuera sostenible, democrático y representativo, para evitar que el anhelo principal de todas las elecciones sea el cambio del cambio del recambio y que todos los gobiernos aspiren a dedicar media legislatura a destruir lo que construyeron sus antecesores y la otra mitad de la legislatura a imponer lo que destruirán sus sucesores.

Daniel Ordás, de Basilea (BS), es abogado en el despacho Trias

Un comentario en «¡No existe ingobernabilidad, nunca!»

  • el 23.06.2019 a las 17:02
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    Excelente artículo!
    Conciso, claro y muy completo!
    En sus proposiciones de cambio se descubre una pincelada del sistema político suizo con el que muchos españoles estamos de acuerdo. Aún más, somos conscientes de la importancia que este cambio conlleva y de su urgencia.
    Las democracias representativas ya no representan a nadie. Muchas voces se levantan, en Europa, en el sentido de una democracia participativa. El elector actual no soporta ser un simple espectador, desea participar en la política regularmente y guiar no solo su propio futuro, sino el de su País; ese mismo que ha dejado atrás con tanta nostalgia, dolor y desgarro.
    Luchemos por el cambio, sean cuales sean nuestras orientaciones políticas!
    De @coucoumar y @TuEresSoberano

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