Retrato de otoño en Lleida
Cuando este extraño otoño avanza hacia su ocaso, cuando esta estación del año camina hacia la frontera de su límite, cuando los días se acortan y las tardes estrenan una claridad de mañana, la huerta de Lleida se detiene para descansar. Y los payeses encienden hogueras con el crujir de las hojas secas, con las ramas podadas de los árboles frutales, con los arañazos de las viñas temblorosas de sarmientos desollados, respirando un aire que empieza a oler a nieblas y a tristezas.
Hace días que estallaron los ocres, rojos y amarillos en los Campos Elíseos y han perdido ya sus hojas los viejos plataneros de la rambla de Ferran. Cargada de experiencia desciende, desde la Mitjana, el agua del Segre. A los lados, a moderada y cautelosa distancia, resisten el frío del cercano invierno los chopos y álamos, como amigos fieles. Los patos buscan un ribazo en el que recostarse, en el que dejar por unos momentos el ir y venir de sus energías y de sus cansancios. Y, al poco tiempo, se entretienen de nuevo en trenzar sus caminos, en desandar vericuetos entre las múltiples algas que abarrotan sus aguas. Y en el curso del río, deshilachadas, flotan las plantas acuáticas, alimentando un complejo y diverso hábitat que rebosa vida entre las piedras del cauce.
En este otoño, como en cualquier otra estación del año, como en cualquier etapa, como en cualquier aventura, como en cualquier desventura, como en cualquier edad, siempre permanece algo que declina o que se agosta; pero, a la vez, siempre surge algo que vibra, que asciende o que resurge. En el otoño las plantas se adormecen y sueñan y hasta tienen pesadillas de soledad y de amargura. Pero, todo ello, es imprescindible para poder despertar, para abrir con emoción la ventana hacia la realidad; a veces, tan huérfana de sueños.
Y es en estos días, en que el otoño se marcha y huye melancólico y triste, dejando un rastro de cromáticos crepúsculos y fríos amaneceres, cuando llega el momento en el que la ciudad ensaya una pausa y se comprende a sí misma, en espera de que llegue un tiempo que le permita seguir avanzando y progresar.
Son escasos los días que nos quedan de otoño. Y cuando el mediodía parte la jornada, cansado, finalizo el paseo y me siento a meditar en la Plaza de la Paz. Recostado en un duro banco de vieja madera, junto a la fuente dormida, incitado por los innumerables carteles de la cita electoral, pienso en esos caminos rotos que un día florecieron y que más allá del próximo invierno, quizás, ya no volverán o, tal vez, en cualquier otro tiempo, retornarán. Y, como si fuera un sueño, imagino despierto que llega el día en el que comienza el solsticio de invierno y al cabo de un rato, reemprendo de nuevo el sendero. Un trayecto abierto que termina por llevarme a mi propio reencuentro, yendo a votar con plena conciencia y en total libertad.
Solamente entonces, después de votar, regresaré a mi casa y de nuevo despierto, cerraré los ojos, y me pondré a soñar. Y soñaré… y otra vez aparecerán, tras un largo silencio, el otoño, los árboles, el cauce del río, los patos, la ciudad y la obstinada e inexorable realidad.
Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)
Ojalá Juan Antonio nos cuente sus experiencias en el congreso “El Amor con mayúsculas” que se celebra en Teruel cada año por estas fechas, con ese aliento de alegría y esperanza que renueva el ánimo.