Medios, posverdad, paradoja y vergüenza

Llevo muchos años leyendo diariamente la prensa, aferrado al papel. Después de leer los artículos de cabecera, lo único que puedo añadir es que, a pesar de que cada uno de ellos expone aspectos distintos, conforman un todo. Y ese conjunto bloque es su línea editorial, con la que no siempre estoy de acuerdo, pues las noticias, crónicas reportajes, comentarios me interpelan y obligan a hacer una reflexión sobre mi posición individual ante las situaciones que los autores proponen. Y, en ocasiones, no es coincidente con mi apreciación.

Frecuentemente, los medios me hablan, y nos hablan, sobre la necesidad actual de configurar unas leyes y unas sociedades más equilibradas, por ser más permeables a la novedad y porque nos permitirían buscar el equilibrio necesario para que nada se descomponga. Ya que es evidente que hay determinados grupos sociales que han logrado imponer sus ideas y presentarlas como algo nuevo, cuando, en realidad, nos hacen retroceder a posiciones que ya creíamos superadas.

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En este contexto, me llama la atención que en una época, como la que estamos viviendo en este y otros países, en la que, globalmente, la gente está mejor formada que nunca y que se le supone poseedora de suficientes herramientas intelectuales como para poder hacer un análisis certero sobre los intereses de los grupos dominantes, estén cayendo en la trampa de creer todas las «ocurrencias» de cualquier vendedor de sueños, aunque sean manifiestas mentiras. Y, además, aceptar como verdades irrefutables, una distorsión deliberada de la realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Me refiero a lo que nos ofrecen todos esos demagogos, maestros de la posverdad.

Y en este ambiente de enredo, se hace intensamente tenaz la máxima de que todas las opiniones son valiosas. Es una afirmación de la que discrepo, pues, a mi entender, todas las opiniones son opiniones, pero no siempre valiosas. Serían valiosas si de su análisis sacásemos conclusiones provechosas, en el sentido de ser beneficiosas para la sociedad. Desde mi punto de vista, en ocasiones, somos tan simples que después de tantos años y tanta historia, seguimos buscando mesías y continuamos sin escuchar a los que proponen soluciones más sensatas. En este sentido, quizá, sería conveniente ver y valorar qué es lo que hemos aprendido. En el campo político, me temo que poco o nada. Y en el económico, me pregunto si los Estados han tenido alguna vez, y tienen hoy en día, capacidad suficiente para imponerse al gran capital. Pues conocido es que aquellos que provocaron el horror, sobresalto y angustia de la última crisis mundial, la gran recesión económica que comenzó en el año 2008 y que fue originada en los Estados Unidos, están en la calle.

Estoy preocupado, seguramente porque viendo lo que sucede a mí alrededor, atisbo la llegada de una sociedad en la que no me reconozco. Y esa presunta sospecha me provoca desazón. La inseguridad, la pobreza, el miedo y la desigualdad crecen de forma exponencial en nuestro mundo. Cuando uno lee, oye y ve en los medios que Jeff Bezos, el dueño de Amazon, tiene una fortuna valorada en 90.284 millones de euros, que Amancio Ortega, propietario de Inditex, posee un patrimonio neto de 62.700 millones de Euros, por citar dos ejemplos de riqueza, y que en Valencia una señora de 66 años, desahuciada y con un hijo discapacitado, se ha tenido que ir a vivir a un trastero de 5 metros cuadrados, me pregunto: ¿qué se puede hacer ante esta inmensa paradoja? ¿Tirarnos a la calle como los chalecos amarillos en Francia? Y lo más triste, ante semejante y brutal desproporción, es intuir y percatarse de que, al final, el sistema absorberá la revuelta, como absorbió el mayo del 68 y ha absorbido el 15-M. Y es que con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no saber cómo se hacen. Así que, mientras tanto, ante tan inhumana y cruel incongruencia de una sociedad en la que cabalgan juntas la más ignominiosa riqueza imaginada y la mayor desesperanzada miseria, me preparo para que, si llega el momento de hacerse realidad semejante absurdo contrasentido, no me vea corriendo detrás de la seguridad y la supuesta verdad.

«En un país bien gobernado debe inspirar vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la riqueza», decía Confucio. Y esto es lo que ocurre en nuestro mundo, que, hoy por hoy, en nuestros días, no hay vergüenza.

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)

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