El sesgo de Donald Trump acaba derrotado

El diccionario de la Real Academia Española define «sesgo» como la oblicuidad o torcimiento de una cosa hacia un lado. El concepto también se utiliza en sentido simbólico para mencionar una tendencia o inclinación.

En este marco, el sesgo de cada persona está implicado en la toma de decisiones que realizamos diariamente, sobre todo de aquellas que adoptamos y escogemos en base a determinadas reflexiones, certidumbres, impresiones o percepciones de las que no somos verdaderamente conscientes, y que divergen y se diferencian de lo previsible. De hecho, cuando decidimos realizar o no una determinada iniciativa, no la tomamos simplemente por el mensaje y testimonio que recibimos a través de nuestros sentidos: desplegamos específicos y concretos sesgos cognitivos que nos promueven a elegir lo que consideramos más conveniente. Esos estímulos «no conscientes» son los que más influyen en la forma de percibir las cosas y de elegir deliberadas soluciones tanto en el medio profesional, como en el escenario de la propia vida. De alguna manera, dichos sesgos son trampas de nuestro propio cerebro que, generalmente, actúan en situaciones de incertidumbre. Quizá por eso los individuos que están acostumbrados a mentir y que utilizan la falsedad a modo de engaño y como fraude habitual, es muy difícil que anímica y psicológicamente se les pueda recuperar, ya que nuestro cerebro es un órgano fundamentalmente cultural que funciona a base de las experiencias y situaciones vividas.

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Algunos de estos sesgos cognitivos imprevisibles son los que ha estado utilizando sistemáticamente Donald Trump durante sus cuatro pasados años de presidencia para conseguir sus fines. Y los continúa utilizando en estos días en los que está violentando los límites legales e ilegales para continuar en la Casa Blanca. Pero esta actitud a sus seguidores no les importa. De hecho, ni siquiera aprecian su habitual mala educación, ni la insolvencia y pobreza de sus mensajes, ni la demostración o testimonio de su imposibilidad e incompetencia para hablar de cualquier otra cosa que no sea de él mismo. Y es que a los ojos de sus partidarios todo cuanto hace o dice Donald Trump tiene la debida justificación.

La mentira o la media verdad compiten con ventaja frente a las versiones auténticas: reafirman aquello en lo que creemos o deseamos creer.

Juan Antonio Valero

Tanto el presidente americano como sus asesores son conscientes de que, hoy en día, las noticias con contenido falso o las medias verdades acaparan mayor interés que las verídicas. Sobre todo en las redes sociales, en las que se propagan y retuitean o reenvían de manera alarmante sin que casi nadie se moleste en contrastar su veracidad. No había precedente de ello. Quizá por eso, el hecho se ha ido conformando en una contumaz realidad desde el mismo momento en el que Trump alcanzó la Casa Blanca y así ha continuado siendo durante estos cuatro años. Es una norma que se ha establecido en contra de lo que dicta el más simple sentido común, ese del que dicen que debiera ser el más común de los sentidos. La causa de semejante anomalía, tal vez resida en que las personas tendemos a aferrarnos a nuestras opiniones, aún sabiendo que, en muchas ocasiones, no son ciertas. De esta forma, la mentira o la media verdad compiten con ventaja frente a las versiones auténticas: reafirman aquello en lo que creemos o deseamos creer. Incluso allí donde se descubre con certeza que la información o el relato es contrario a la verdad, las personas, comúnmente, optamos de manera obstinada por afianzarnos en nuestras ideas, sensaciones y quimeras. Y es que la creencia es insistente y pertinaz. Debe formar parte de nuestro cerebro reptiliano, responsable del mantenimiento de las funciones necesarias para la supervivencia inmediata y nos preserva de aquello que más tememos: nuestros propios miedos. Trump lo ha sabido explotar.

En estos últimos años, la «posverdad» y las fake news han crecido en los medios de comunicación de forma inquietante. Son contrarios al razonamiento, pero la gente opta por admitirlos en lugar de la evidencia al desnudo. Quizás en algún momento, tarde o temprano, la verdad emergerá del hoyo para castigar a los farsantes. Aunque, como nos dejó dicho el filósofo griego Demócrito de Abdera, «de verdad no sabemos nada, porque la verdad está en un pozo».

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)

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