Un nocturno paseo por la playa de l’Ardiaca

Hace días que ha llegado el verano y con él las horas de descanso. Para unos, es tiempo de alegrías y de cuidar el cuerpo. Para otros, de ordenar la mente y de silencios. Montaigne, en esta época del año, se refugiaba en la biblioteca de una de las torres de su castillo de Burdeos para leer y escribir en una buscada soledad y rara vez abandonaba su morada. Kant, en su ciudad natal, Königsberg, hoy llamada Kaliningrado, siguiendo sus imperturbables hábitos se levantaba cada día, tomaba café, leía, escribía y salía de casa en dirección hacia la pequeña arboleda de tilos que aún hoy se llama el paseo del filósofo.

Yo, sin pretender compararme con los genios, durante estos meses de estío me traslado a mi habitual lugar de vacaciones de la Costa Dorada y retomo las rutinas de otros años. Por la mañana la playa, las tardes ocupadas entre lecturas que he ido dejando en el invierno para mejor ocasión, arreglar un poco el jardín, atender a los pájaros, escribir un poco y alguna que otra amena y entretenida charla que finaliza cuando se acuesta el interminable crepúsculo cárdeno de fuego, anuncio seguro de un siguiente caluroso día. Y algunas noches, después de cenar y tras haber visto alguna serie o película en la tele, salgo a caminar un rato por el Paseo Marítimo que bordea la playa.

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Dar una vuelta a ciertas horas nocturnas tiene algo de secreto y de íntimo, pues el paseo está apaciguado y casi desierto. A pesar de ser verano hay solo unos pocos viandantes, algún pescador solitario que lanza una y otra vez el sedal con su anzuelo esperando capturar una dorada, una pareja sentada en un banco hablando tan bajo como si conversaran con las cabezas juntas en la almohada. Es un tiempo de silencio en el que las olas dan un concierto haciendo vibrar el aire con su rítmico sonido, y eso favorece una caminata nostálgica en la que con frecuencia mis recuerdos vuelan hacia atrás y me llevan, unas veces a los veranos de mi infancia en Marruecos, otras al increíble paisaje poblado de palmeras que rodeaba la dorada y suave arena de la playa Mbonda de Guinea Ecuatorial en la que pasé muchas horas un verano quinceañero; y a menudo hasta Dajla, la antigua ciudad de mar Villa Cisneros, que siendo ya universitario frecuentaba para pasar con la familia las tradicionales vacaciones de Navidad, las de Pascua y los meses de verano.

Son muchos y hermosos los recuerdos de aquellos años que de mi memoria afloran, pero de entre todos ellos hay tres que surgen con más fuerza: Larache, la ciudad atlántica que me vio crecer de pequeño, el atronador silencio de la noche en el desierto del Sáhara y un nombre, Carola. Y son tantos que en ocasiones me cuesta restablecer la conexión con el mundo real en el que vivo. Quizá por ello, algunas veces me siento a descansar un rato en un banco del paseo y busco respuestas mirando al cielo. La mortecina y amarillenta luz de las farolas, me permite contemplarlo estrellado, lleno de belleza y de misterio. Un mundo desconocido que se abre ante mí al comienzo y que se vuelve familiar e inolvidable al cabo de poco tiempo. Es un espectáculo que se me va revelando despacio, gradualmente, como si fuera el resultado tenaz del trabajo del universo. Y es que contemplar en medio del silencio de la noche la infinita sucesión de estrellas aparentemente repetidas, pero todas diferentes, me produce una cierta hipnosis y una gran sensación de paz. Es una experiencia que perdura poderosamente en mi conciencia mientras reanudo el paseo, creando un tiempo interior que me transmite las contradictorias sensaciones de la fugacidad, de la prisa, de la lentitud, de la rutina, de lo inaudito de la vida. Y es tal vez por eso que me atrae tanto el firmamento, porque me sirve igual para sentir y retratar la realidad en la que vivo, como para hacer brotar el recuerdo y sugerirme lo imaginado o lo supuesto. Es, al mismo tiempo, espacio científico y ensueño, testimonio y relato del paso del tiempo. El cielo, de noche, tiene un punto místico, pues en él se funde, sin saber cómo, el pasado y el presente de la existencia de la vida que a todos nos une.

Decía San Agustín que «el mundo ya se ha hecho viejo». Yo también voy camino de serlo y no soy el único a mi edad en rememorar los recuerdos. Nuestros antepasados griegos y romanos también lo hicieron y soñaban hacia atrás, con otros pasados tiempos. Termino, os dejo, regreso al silencio.

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD).

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