Recuerdos de la Casa del Pueblo y de la esperanza

Los primeros años de democracia fueron una época intensa. En mi casa se hablaba mucho de política, pero no recuerdo que hubiese tanta crispación ni tan mal humor, no tanta desesperanza como hoy, a pesar de que había muchos problemas. Al contrario, existía ilusión por cambiar las cosas, por mejorar.

Mi padre trabajaba en Pegaso, como miles de hombres y algunas mujeres de aquellos tiempos. Además, era militante del PSOE y sindicalista de la UGT (ambas organizaciones en aquella época iban unidas), miembro de la Ejecutiva comarcal. Descorchó una botella de champán el día que Franco murió. Nos contaba de los últimos años de la dictadura, de sus carreras delante de los grises o de cuando se encerraban en las iglesias para protestar porque la policía no les podía sacar de allí.

Yo nací 4 años antes de la llegada de la democracia y por eso solo tengo recuerdos en democracia. En mis primeros años pasé muchos días en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares, un lugar increíble en mi memoria de niña. Era exactamente eso, una casa de pueblo con un patio al que se accedía a través de un gran portón de madera. Al fondo del patio estaba el salón de plenos, y a la izquierda una puerta daba acceso al bar, el típico bar de los años 80 en España. Lo llevaba un matrimonio con una niña de mi edad con la que solía jugar. Recuerdo perfectamente a su madre, no muy alta, muy blanca de piel, entrada en carnes y siempre con una eterna sonrisa pegada en la cara y unos mofletes colorados por el calor de la cocina.

Flotaba en el aire un espeso olor a cerrado, a humo de cigarrillo y al papel de los carteles recién impresos.

El salón donde se hacían las asambleas era un espacio grande, con un estrado dotado de una mesa en la que podían sentarse dos o tres personas. Abajo, un patio de butacas con sillas abatibles, tapizadas en terciopelo rojo, como en los cines. Aquella sala tenía una salida disimulada a un callejón trasero. Siempre tenía echados unos pesados cortinajes y flotaba en el aire un espeso olor a cerrado, a humo de cigarrillo y al papel de los carteles recién impresos. El olor de aquella sala es quizás uno de los recuerdos más vividos de mi niñez, jamás lo he olvidado. Ahí se reunían los compañeros en asamblea a debatir durante horas a grito pelado, con una humareda tremenda. Los niños nos asomábamos curiosos, pero enseguida nos cerraban la puerta.

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Mientras nosotros jugábamos en el patio con los gatos, algo que me fascinaba de aquel lugar, nuestras madres en verano se sentaban en las mesas del patio charlando. En aquella época había pocas mujeres que entraban a las asambleas. Ellos eran los militantes y sus mujeres aunque compartiesen las ideas e incluso las tuviesen más claras que ellos, no era habitual verlas militar, al menos no de manera masiva. Discutían en las reuniones acaloradamente, pero al salir se sentaban juntos en las mismas mesas a tomar una cerveza o un cubata.

En los pasillos se instalaron máquinas expendedoras de café y ahí se terminó la historia de la Casa del Pueblo.

Aquella Casa del Pueblo fue comprada con mucho esfuerzo. Unos cuantos militantes (menos de diez, entre los que estaba mi padre) pusieron su propia casa como aval para poder comprarla. Años después, ya entrada la democracia, la casa se la quedó UGT, que la tiró y construyó un edificio de oficinas. En los pasillos se instalaron máquinas expendedoras de café y ahí se terminó la historia de la Casa del Pueblo. El PSOE de Alcalá comenzó entonces un periplo por diversas sedes, a cada cual más triste, y desangelada: locales comerciales sin alma, sin calor, sin sentimiento. La Casa del Pueblo era el lugar de encuentro de todos los compañeros. Allí se compartía la vida, se hablaba de política, de los hijos, del trabajo, de las ilusiones y del futuro. La gente tenía un sentido del compañerismo único porque convivían todos los días, se conocían y se escuchaban.

Uno de mis recuerdos más intensos de mi niñez fue el del día del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981: yo tenía 6 años y mi hermano 4. De los primeros momentos del 23-F no tengo mucha conciencia, pero recuerdo que a cierto punto mi madre nos cogió a mi hermano y a mi, metió algunas cosas en una bolsa y cuando bajamos, en el portal, quitó del buzón el papel con los nombres de mi padre y de ella. Le habían dicho que nos tenían localizados. No fuimos muy lejos, tan solo cruzamos la calle: fuimos a casa de mi abuela. Cuando llegamos, ella estaba llorando desconsolada y repetía «otra vez no, otra vez no». Fueron todas sus palabras, reiteradas mecánicamente a lo largo de aquella larguísima noche, mientras mi hermano y yo veíamos dibujos animados en la televisión. Mientras España vivía sus horas más tensas, en la televisión echaban dibujos animados de Tom y Jerry. Mi abuela, que jamás fue vieja hasta ese día, de repente por la situación se encogió como una hoja marchita. Una de las veces que pusieron la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados, mi hermano se volvió y le espetó «no llores abuela, ¿no ves que es una película?» Fue el único esbozo de sonrisa que le pudo sacar en días, porque tardó semanas en superar el susto. Recuerdo las voces de mi madre en la cocina, pero no recuerdo verla.

Días antes del 23-F, mi abuela había recibido una llamada preguntando por la dirección de mi padre, supuestamente para enviarnos «un regalo familiar». Todos los dirigentes del sindicato habían recibido la misma llamada. Si el golpe triunfaba, los tenían localizados e irían a por ellos.

Aquella noche, los compañeros de mi padre fueron a buscarle al autobús de Pegaso en el que volvían todos los trabajadores a casa. Temían que la Guardia Civil o los militares interceptasen esos autobuses. No hubo ningún problema, nadie los esperaba. Pero de allí se marcharon a la Casa del Pueblo y quemaron gran parte de los papeles, archivos, fichas de los compañeros tanto del partido como de la UGT. Otra parte la escondieron en el almacén de la tienda de un compañero. Mi padre esa noche estuvo en casa de un vecino, junto con otro compañero. Y es que, días antes del 23-F, mi abuela había recibido una llamada preguntando por la dirección de mi padre, supuestamente para enviarnos «un regalo familiar». Mi abuela, sin sospechar nada, les dio nuestra dirección. Todos los dirigentes del sindicato habían recibido la misma llamada. En esas horas cruciales, se dieron cuenta de que si el golpe triunfaba, los tenían localizados e irían a por ellos.

Cuando el Rey Juan Carlos salió en televisión para decir que no apoyaba el golpe, en casa de mis abuelos se empezó a respirar. Días después del golpe fallido, mi madre llevaba a mi hermano de la mano por la calle cuando se cruzaron con un Guardia Civil (cerca de nuestra casa había un cuartel). Mi hermano gritó «¡mira mamá, uno como Tejero!» El guardia agachó la cabeza y siguió su camino sin decir palabra. El 23-F fue un aviso de que la democracia no estaba asentada y que los peores años podían volver. Tras la llegada del PSOE al gobierno, el ministro Narcis Serra tuvo por delante una de las tareas más complicadas: desactivar a un Ejército que mantenía en gran medida unas estructuras heredadas del franquismo, sin provocar una rebelión que desembocase en otro conflicto armado. Después del fallido golpe, hubo otros conatos, el último en el año 1985.

Cuando el Rey Juan Carlos salió en televisión para decir que no apoyaba el golpe, en casa de mis abuelos se empezó a respirar.

Las elecciones generales de 1982 fueron una fiesta. Mi padre tenía una furgoneta y la recuerdo llena de globos, banderas y de niños. Bueno, solo éramos cuatro niños, pero yo la recuerdo llena. Fuimos a la plaza Cervantes a hacer campaña y nos encontramos con los de Fuerza Nueva. Esos sí eran franquistas de los de la camisa azul. En aquellos años, los encontronazos eran habituales con ellos, y bastante violentos. Durante las pegadas de carteles, algunos pegaban algo más que carteles. En las ferias era habitual, y lo sigue siendo hoy en día, poner casetas de los partidos políticos. Esas casetas, las atendían los compañeros. Para evitar que las destrozasen por las noches, los compañeros se turnaban para dormir durante los días que duraba la fiesta. Una noche, mientras descansaban, los de Fuerza Nueva entraron y apalearon a todos los que estaban en la caseta que terminaron en el hospital. Esa noche le tocaba quedarse a mi padre, pero tenía una alergia atroz (que dejó en herencia) y debido a esto se volvió a casa. La alergia le libró de terminar en el hospital.

En 1983, el PSOE gana las elecciones municipales y autonómicas. Mi padre iba en la lista para el Ayuntamiento de Alcalá, en el número 27, el último, y por lo tanto no tenía ningún pensamiento de salir. La noche electoral, seguimos el recuento en la Casa del Pueblo. Contra todo pronóstico, el PSOE haría historia consiguiendo 27 concejales, la mayoría absoluta. Fueron años muy intensos. Había ilusión y ganas de hacer las cosas. Mis padres jamás se mudaron de casa durante los ocho años que mi padre estuvo de concejal: estuvimos viviendo en nuestra casa de 70 metros cuadrados, entre los vecinos de toda la vida. La envidia es bastante mala y es verdad que algunos vecinos dejaron de hablar a mis padres. Alguno incluso les espiaba por la ventana con unos prismáticos desde el edificio de enfrente. A mí, me llegaron a decir en el colegio que en nuestra casa teníamos cortinas de oro, y yo le pregunté a mi madre que dónde estaban las cortinas de oro.

En aquella época, se iba con bastante frecuencia el agua en mi barrio. Los vecinos tenían que bajar con cubos a cogerla a un camión cisterna. Todos en fila esperaban su turno, mi madre incluida, por supuesto. Pero siempre había alguno que hacía comentarios en alto sobre la inutilidad de «los de Ayuntamiento» para que mi madre lo oyese. A pesar de todo, nosotros siempre vivimos en aquel barrio y a día de hoy sigue siendo «nuestro» barrio.

No dejaron de ser años de ilusión y esperanza. Un día nos llevaron con el colegio a plantar árboles al parque natural de Alcalá de Henares, que era una finca privada de caza de una familia adinerada. Cuando los socialistas llegaron al poder, aprobaron un plan para recuperar esa finca y hacer en ella un parque para el disfrute de todos los vecinos. Se compraron aquellas tierras y hoy siguen siendo uno de los parajes más queridos por los vecinos de Alcalá.

Me llegaron a decir en el colegio que en nuestra casa teníamos cortinas de oro, y yo le pregunté a mi madre que dónde estaban las cortinas de oro.

En mi casa se hablaba de política nacional, de Europa, de la OTAN, del descabezamiento del Ejército que llevó a cabo Narcis Serra en un periodo en el que la democracia no estaba asentada y los militares aún tenían mucha fuerza. Se hablaba de ETA y de sus asesinatos que sobrecogían a la sociedad española. Se hablaba sobre la ley del aborto o la reforma educativa de Maravall. Se crearon los consejos escolares y mi madre fue una de las primeras en participar, cuando nosotros estábamos en el colegio.

No recuerdo que en mi casa se discutiera sobre monarquía o república. Sencillamente no era un tema. Mis padres eran republicanos por convicción, porque cualquiera que sepa un poco de Historia y tenga un poco de sentido común, entendía y entiende que una institución hereditaria en el siglo XX no tenía sentido. Sin embargo, en España no era un tema a debate o una preocupación general echar al rey. Mi padre siempre decía que España no era monárquica, sino que era «juancarlista». Juan Carlos I tenía todas las papeletas para ser el mejor rey que había tenido España (la verdad es que no era difícil, con la caterva de inútiles, tarados y ladrones que habían ocupado el trono con anterioridad).

En aquellos años se asentó la democracia, con sus errores y sus aciertos. No hay que mitificar esa época, pero tampoco denostarla como les encanta a muchos.

En aquellos años se asentó la democracia, con sus errores y sus aciertos. No hay que mitificar esa época, pero tampoco denostarla como les encanta a muchos. Los hombres y mujeres de aquellos años lo hicieron lo mejor que pudieron, como los hombres y mujeres de hoy. Y como lo harán los hombres y mujeres de mañana.

Sin embargo hay una cosa que me entristece y que creo que nosotros hemos perdido: la esperanza. Mis padres veían el futuro con esperanza, a pesar de los problemas. Hoy, nosotros no vemos esperanza y eso es realmente triste. Los acontecimientos que hemos visto estos últimos días en Barcelona no están a la altura de propiciar ninguna mejora, sino que únicamente dan fe de la polarización y de la radicalización de una parte significativa de la sociedad.

Miriam Herrero, de Wallisellen (ZH), es jurista y ha sido secretaria general del PSOE Europa de 2012 a 2014

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