Cambiar los parámetros de nuestro mundo

¿Cómo va a costar un paraguas 7 euros? Por mucha fabricación en cadena que esté detrás, algo así no puede valer tan poco. Y sin embargo, ese día en los distintos puestos del mercadillo comarcal, no había más que esa clase de paraguas. Variaban los colores y patrones, pero todos los ejemplares eran igual de ligeros, de idéntico acabado y con ese fuerte olor a sustancias químicas. De todos colgaban etiquetas casi idénticas, con logotipos perfectamente desconocidos (a los que unía la pobreza de su diseño gráfico) y la mención made in China. La única alternativa para comprar paraguas en esa localidad zamorana era el almacén chino en el que, como era de esperar, proponían modelos con las mismas etiquetas que los del mercadillo. No había otra variedad, no había otra calidad.

El último paraguas que he comprado costó 40 a 45 euros. No olía mal y resistía al viento (algo que no está de más en una herramienta para afrontar la intemperie), por eso duró años. Sin embargo la multiplicación por 7 del precio de venta no se justificaba únicamente por mejores materiales y acabado. El paraguas bueno lo había fabricado un taller de Suiza, cuyos operarios cobran un sueldo medio 6 veces superior al del obrero chino (de momento).

El ejemplo del paraguas es uno entre muchos, que todos hemos podido experimentar. El modelo fabricado en Suiza podía haberlo sido en Alemania, en Italia o en España. Y el modelo chino ha llegado al mercadillo español porque nosotros lo hemos pedido a los productores chinos.

Al consumidor europeo le conviene comprar el paraguas de alta calidad vendido a su justo precio: aunque parezca más caro, no lo es, ya que el producto le va a durar años en vez de semanas, comprará un ejemplar en vez de sustituir varios, apoyará a la producción local de paraguas, cuyos empleados seguirán teniendo trabajo y podrán permitirse ser consumidores de calzado local vendido a su justo precio, juguetes locales vendidos a su justo precio, electrónica local vendida a su justo precio, etc.

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Sin embargo las cosas no son así. En el mercadillo como en la tienda, cuando aparecieron los paraguas a 7 euros, los consumidores nos decantamos por ellos de forma poco racional y los comerciantes dejaron de ofertar los paraguas a 20, 30, 40 euros. Las fábricas que los hacían a pocos kilómetros de allí dejaron de producirlos, tuvieron que cerrar y los obreros fueron despedidos ya que, a estas alturas, los únicos paraguas que quería el consumidor eran los baratos de China, que además últimamente se podían pedir por Internet y te los traía cómodamente a casa un repartidor con la furgoneta blanca que se ha comprado él mismo tras ser despedido del taller local de calzado, que cerró.

Lo mismo pasó con los talleres de juguetes. Pasó con la fábrica de televisores y hasta con la cadena de montaje de maquinaria agrícola, que antes estaba en el país vecino y ahora produce al otro lado del mundo.

Esto pasó. Esto es lo que nos pasó. Esto es lo que hemos decidido que nos pasara, cuando hemos empezado a elegir el paraguas de 7 euros creyendo equivocadamente que así ahorraríamos para ser más ricos, para comprarnos un coche de más alta gama, sin darnos cuenta que seríamos la última generación en hacerlo.

Lo mismo pasó con el material médico, desde aparatos con mecanismo hasta productos de baja tecnología como las famosas mascarillas y el mismo desinfectante, que hemos dejado de fabricar en Europa por creer que resultaban más baratas si se hacían en China… hasta la factura que se nos presenta ahora: decenas de miles de muertos por el COVID-19, toda una generación sacrificada en numerosas familias, empleos destrozados hasta en oficinas que nada tienen que ver con la fabricación de paraguas, obligación de limitar nuestra propia libertad.

Desde los años 1990, en algunas regiones más que en otras, hemos optado por soluciones fáciles, comprando discursos que nos pintaron como ricos capaces de comprar de todo y mucho, aparentemente atractivos para nuestra proyección a corto plazo.

Hemos dejado que la sanidad se recortara, se privatizara, se convirtiera en negocio sujeto a criterios de rentabilidad económica.

Hemos optado por jugar a la videoconsola y hacernos selfies en vez de cuidar de nuestros abuelos, que hemos olvidado en manos de residencias adscritas a ese sistema sanitario en declive.

Hemos caído en la tentación de los autobuses baratos y dejado el tren a su suerte: en los pueblos, el señor de la ventanilla de la estación ha sido sustituido por una máquina que los abuelos no entienden. En otros casos han cerrado la estación o quitado la línea, que funcionaba todo el año y no se quedaba bloqueada por la nieve que pueda caer en invierno.

Muchos actores han alertado durante años de las consecuencias de la degradación de los servicios públicos, pero eso no ha sido suficiente para hacer recapacitar algunas voces políticas ni sus etapas gubernamentales. De la misma manera, hoy se avisa de la urgente necesidad de transición ecológica y esas mismas voces se ríen nuevamente.

Tendremos que cambiar los parámetros de nuestro funcionamiento en sociedad, en todo el mundo. Habrá que aprender que no hay economía sin salud, derechos sociales y servicios públicos. Necesitaremos resituar la vida humana y el medio ambiente al centro de las prioridades, reconsiderar el valor de la solidaridad como esencia fundamental de la Humanidad. Habrá que ajustar la globalización, por ejemplo redimensionándola a escala de regiones mundiales: para preservar el empleo doméstico, para garantizar la producción de sectores esenciales, para asegurar las reservas de materiales estratégicos así como de productos de seguridad sanitaria y alimentaria, para seguir pautas medioambientales rigurosas. Habrá que aceptarlo individualmente, olvidarse del paraguas a 7 euros, favorecer –todos y cada uno– los circuitos cortos en nuestras compras, aceptar el cambio de paradigma energético para adoptar fuentes renovables, reducir los desplazamientos motorizados individuales para redescubrir el caminar, la bicicleta y el transporte público. Y luchar por todo ello.

Las observaciones que hacemos ahora no deberán esfumarse cuando los tiempos sean menos difíciles. Y eso, seguramente, será el primer reto.

Marco Ferrara, de Lausanne (VD), es politólogo

Artículo adelantado el 12 de abril en el blog Semáforo abierto

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