La vida, esa desconocida aventura humana

La vida de cada uno no tiene un guion, ni una trama definida, ni se la inventan los biógrafos. Es, de alguna manera, un caos entre dos silencios. Tal vez por eso, la vida no nos sale al camino, sino que somos nosotros los que tenemos que ir a buscarla, acudir a su encuentro. Y el momento siempre llega. Pero, a veces, lo que ambicionamos que suceda, no se presenta. Sigue allí, aprisionado en el híbrido tiempo de las esperas, sin eco, ni luz, ni fecha. Y es entonces cuando nos paramos a recapacitar buscando murmullos de respuestas en nuestro torrente de dudas sobre ella. Es en esos días y en esos momentos, cuando nos adentramos en la identidad de nuestro ser, cuando los cimientos de nuestro yo se elevan en busca de la luz y los sueños descienden persiguiendo pistas en donde tomar tierra.

Vivimos tiempos difíciles, no cabe duda. Y hay días que no se viven, que parece que no pasan y solo pesan. Quizá porque toda vida y nuestra vida, son en el fondo, polvo de estrellas y únicamente quien ha conocido su luz detesta las tinieblas. Y es que la llegada de la COVID-19 a esta sociedad tan nuestra y tan muerta, ha acentuado sus desequilibrios. Y los valores morales, los modos de producción, las comunicaciones, las relaciones personales y las estructuras sociales y de poder, han sufrido un profundo cambio con la pandemia. La propia percepción de que las clases medias están en declive y la convicción generalizada de los jóvenes de que sus vidas serán más difíciles que las de sus padres, son el telón de fondo de una frustración extendida que los que se manifiestan transportan y arrojan desde sus mochilas. Sin embargo, no toda la culpa de esta desnortada vida que llevamos y vivimos cabe atribuírsele al coronavirus, pues ya estaba trastocada antes de su llegada. Y demasiadas veces para un importante sector de nuestra sociedad era y es como una noche oscura. Y es que la pandemia ha infiltrado en cada casa un hálito de inseguridad y desconfianza, de trastorno de las rutinas más triviales, de un futuro con muchos túneles y pocas luces. Generando un profundo malestar en el alma de los jóvenes y no tan jóvenes, pues cuando salen a la calle, ya no tienen, ni hay, hacia dónde mirar. Tal vez, porque el SARS-CoV-2 ha añadido dramatismo a las incertidumbres del futuro.

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Habitamos un mundo en el que la información es exhaustiva y se da la paradoja de que sabemos pocas cosas con alguna certeza. Posiblemente, estamos llegando al límite de muchas vicisitudes. La glorificación de la belleza física, la mercantilización del poder político, el colonialismo del trabajo, la necesidad del crecimiento económico continuo por parte de las empresas y la acumulación infinita de riqueza en manos de unos pocos, están poniendo en peligro el modelo de civilización que tenemos. Hay progreso, sí, pero no progresos. Hemos perdido la idea de civilización y cultura como camino hacia una vida razonablemente buena, atrapados en una concepción estrictamente técnica y económica del desarrollo humano. Y estamos existiendo y asistiendo a unos momentos trascendentes en nuestras vidas. Por eso, a lo que queremos que éstas sean nunca hay que huirle, porque si lo hacemos difícilmente serán. Ya que, en caso contrario, quienes las estarán decidiendo, con todas sus consecuencias, no seremos nosotros dentro de nosotros mismos, sino otros. Y si les dejamos, será la última claudicación humana de nuestra individual libertad ante el poder de unos pocos.

Todo viaje empieza en el interior de uno mismo. Nadie quiere la noche, aunque la vida también son sombras, como nos dice Platón en el Mito de la caverna, esa metáfora y alegoría filosófica con la que nos instruye y alecciona hasta qué punto vivimos en una sociedad donde lo que advertimos es simple ficción. Ante esta perspectiva, tal vez convendría tomar conciencia de uno mismo y esforzarse para no dejar que la vida, esa desconocida aventura humana, se convierta en un sueño de nuestra imaginación.

Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)

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