Comunicación y amistad
Comienzo con un lamento. Hasta hace no muchos años era frecuente enviar y recibir cartas postales de familiares, amigos y compañeros que utilizábamos para mantener viva la llama de las emociones más íntimas o, simplemente, conocer las circunstancias por las que iban atravesando sus vidas y nuestras vidas. En otros casos, la correspondencia se centraba en algunas entidades o instituciones que nos servían de campo de oportunidades o para proceder y cumplir con nuestros deberes sociales. Todo ese mundo se esfumó y desapareció de pronto, al igual que desaparecen los sueños cuando despertamos. Se evaporó sin darnos cuenta de que esas pequeñas quimeras que contábamos y recibíamos en nuestra comunicación epistolar, sobre todo las más íntimas, eran las que tejían gran parte de nuestra existencia. Y olvidamos que el cariño y la amistad que no se alimenta, cada día se va volviendo más difícil y más rara.
No obstante, no se perdió todo, pues gracias a los avances tecnológicos, apareció el correo electrónico y este artilugio permitió que siguiésemos en contacto, aunque dejásemos de usar cuartillas, sobres y sellos para comunicarnos con las personas que formaban parte de nuestros afectos. Un tiempo después, en este disparate de sociedad en la que habitamos, apareció el WhatsApp y, aunque yo me resistí durante algunos años a su utilización y manejo, finalmente sucumbí, como otros muchos conciudadanos, ante sus encantos. Razón por la cual, desde entonces, mi contacto con familiares, amigos y compañeros, casi se está limitando a reenviar mensajes con unas cuantas amables palabras de «buenos días» o «buenas noches» que no son propios, ni dicen nada de nosotros, al menos de mí. Solamente valen para inundar la memoria interna de nuestros móviles con una gran cantidad de fotos, videos e ilustraciones diversas, pero en realidad y en verdad, no sirven para comunicamos. En fin, que sí, que tecnología habemus y es útil, pero la utilizamos para poco provecho.
Reconozco y juzgo que estamos inmersos en una vorágine tecnológica, social, laboral y hasta familiar, dónde todo se produce demasiado rápido. Creemos estar más y mejor comunicados que nunca, que también es verdad, pero hemos olvidado que existe otra comunicación que va más allá del Instagram, Twitter, Facebook o WhatsApp. Y es: ese café de una tarde, esa mirada de amistad, ese beso de felicitación, ese abrazo de consuelo o aprecio, esa sonrisa que nos dice que todo va bien, o que nos alegra tanto vernos de nuevo. Son todas esas pequeñas sensaciones, tan valiosas y gratificantes, que hacen sentirnos queridos y saber que somos importantes para alguien. Estas son las que, personalmente, me mueven y motivan cuando escribo a un familiar, a un amigo o un compañero, y las que, dentro de mi habitual escepticismo, me ayudan a seguir creyendo en las personas.
Y es que estamos viviendo una época en que la inmediatez y el instante se han convertido en un mantra y, por el contrario, cada vez somos y nos hemos vuelto más perezosos para escribir una carta. Y este hecho, ocasiona que vayamos aparcando, de alguna manera, consciente o inconscientemente, los afectos, la amistad, aquellas vivencias que quedaron grabadas en nuestro almacén del cerebro y que nos ayudó a vivir tanto como el aire que respiramos. Y así, poco a poco, hemos ido estacionando y muchas veces dejando, miles de percepciones, emociones e informaciones que conformaban nuestro diario vivir. Hemos olvidado que el sentimiento de la amistad y el amoroso son la cumbre de las relaciones humanas, unas relaciones que solamente se pueden establecer fundamentadas en el elemental, lógico y poroso principio de los vasos comunicantes. Pero, obviamente, yo no puedo, ni debo, con mis palabras, obligar a nadie a ello, aunque esta opinión sea común a muchos mortales y sin embargo se oculte. Y quizá la escondemos porque, cuando escribimos, queriendo o sin querer, dejamos que nos perciban como somos y, a su vez, nos permite conocer a los otros realmente como son. Y, este hecho, conforma un gesto de integridad y coherencia que no siempre estamos dispuestos a realizar.
En este contexto, creo que nos falta, a algunos o a la mayoría, poner de nuevo el foco en las relaciones y reajustar algunas cosas, porque nos acostumbramos a un intercambio que no está en equilibrio, perdiéndonos así de ver más opciones en la vida y cambiar paradigmas. Tal vez sea a causa de que estamos dominados por un ambiente de hipocresía y recelo y establecemos extrañas relaciones de afecto y desconfianza y esa dinámica despista, y muchas personas no saben muy bien dónde están. Vivimos tiempos cínicos en los que, sin embargo, pedimos y queremos, más que nunca, sinceridad. Y así nos vamos moviendo en esa cuerda floja sobre la identidad de lo que es real o no en las personas y en nosotros mismos.
En estos tiempos, en todos los ámbitos vitales, nos presentan las cosas teniendo a la verdad y a la mentira como iguales, tanto en la razón cómo en el espíritu. En general, nadie puede decir que nuestra sociedad o sus individuos, a título personal, no sean flexibles, comprensivos y tolerantes. Esto es, también, un lamento habitual de mi percepción: entiendo, que, cada día con más frecuencia, vamos haciendo equilibrios con los sentimientos de amistad. Unos afectos de confraternidad que, como decía anteriormente, desatendemos y vamos relegando, sin darnos cuenta de que la amistad verdadera es la relación más intensa de la vida. Posiblemente, por eso son tan escasas. Y, de hecho, si encontramos un amigo de verdad en nuestra vida, aunque sea uno sólo, nos podemos dar por satisfechos, recompensados y hasta bendecidos. Pues, los amigos, son pilares fundamentales en nuestra existencia: dan, entre otras esencias, estabilidad, certeza, amor, aceptación y nos hacen sentir parte de una comunidad. Obviamente, me refiero a esas amistades que no atan, sino que protegen y acompañan. Es decir, una amistad, cuya conexión, lealtad y fidelidad no caiga en el apego, que tanto esclaviza y limita, sino que sea liberadora y llena de confianza. O sea, la que tiene la distancia justa para evitar conflictos.
Decía Shakespeare que, «los amigos que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba, engánchalos a tu alma con ganchos de acero». En este sentido, los que somos mayores y hemos dejado atrás situaciones y amigos, pues el tiempo ha ido borrando la relación, de manera que los escritos o las noticias o contactos se han ido difuminando hasta desaparecer, somos conscientes de lo que, sin ellos, perdemos.
Juan Antonio Valero ha sido director de la Agrupación de Lengua y Cultura de Lausanne (VD)